Matatán y la asistencia perfecta

 

Yo también mandé al fondo esa pelota, cómo te puedo criticar Matatán, aunque miento ya lo hice, pero como no eras de mi equipo, saqué de la manga la palabra ética, profesionalismo, compañerismo, como si es que a Yilbert, hoy en el santo cielo, no le saqué una igual.

 

No era un 11 contra once, ni Libertadores, ni tampoco me insultaron por haber dado en puntillazo final a un balón que ya tenía etiqueta de gol, era un juego pueblerino, un 3 para 3, en cancha pequeña, torcida, inclinada por la topología del garaje de mi casa. Era fácil salir de un contraataque porque con una cancha de 12 metros de larga, cualquier rechazo, era de por si, un contrataque.

 

No era un contraataque al mejor estilo Cavallieri con Italchacao, como aquel con que aniquilaron a Estudiantes de Mérida con gol de Cristian Cásseres a finales de los 90, el mismo Cásseres que Estudiantes había sacado del anonimato y llevarlo al profesional, para luego regalarlo y que meses después, lo vendieran en 1.2 millones de dólares a los mexicanos. Qué pésimos dirigentes hemos tenido, que mala suerte hemos tenido.

 

El nombre del equipo importa poco, aunque se llamaba Atlético, así solo Atlético, sin nada, un nombre sin apellido, como si fuera huérfano, por eso cuando dijiste que insultaron a tu chamo, pensé, ¿qué quieren? ¿otro Atlético? porque te digo algo, dicen que los huérfanos siempre mal visten, pero declaro mi adversidad a tan generalizad afirmación, porque nosotros, teníamos el caché de andar de punta en blanco, aunque nuestra cancha fuera de tierra y eso sí, piedra de comprobada dureza, en la “esquina del córner”.

 

Y digo lo de la vestimenta, de punta en blanco, porque aquella semana, la semana deportiva en el patio de casa, con mas de 20 chiquillos amenazando la monotonía, decidimos uniformarnos porque eso de andar con short azul y camiseta blanca, al mejor estilo escolar, no nos dejaba ninguna sensación deportiva sino académica, y eso era lo que queríamos, romper la monotonía.

 

Entonces mi hermano y yo, finalmente aplaudimos la poco simpática idea de nuestros padres de vestirnos siempre igual, ahora que lo pienso, como si nos quisieran gemelos o morochos. Era normal en nuestra infancia, que mi hermano Chelino y yo, confundiéramos nuestra ropero. Siempre había una pieza de ropa dos veces, aunque diferente talla.

 

Decidimos sacar de nuestro ropero las dos camisetas iguales para uniformar equipos, que repito, eran equipos de tres jugadores para cada equipo en esa pequeña canchita. Fue así como mi equipo Atlético y el de mi hermano los Andes, tuvimos uniformes esa semana deportiva por vez primera, y al portero o defensa le asignamos un suéter escolar.  Nunca consideré interesante cambiar camisetas al final del partido. Mi propia camiseta.

 

La final, fue entre nosotros, Atlético y Los Andes. En un torneo de 3 equipos era poco probable que los dueños de la cancha, los uniformes y la pelota quedáramos por fuera de la final. Pero para que no fuera profecía, tuve que asegurar ese gol frente al tercer equipo. No fue que me llevé a 8 jugadores al estilo Maradona, y no era solo porque era un 3 para 3 en cancha, sino que realmente Yilbert, hoy en el cielo me la puso en los pies.

 

Tampoco fue que Yilbert era un ducho con la pelota, de hecho, lo mandamos a la portería o defensa por castigo, porque en esas edades los que se pelean con el talento los condenamos al arco, como si ser defensa o no, fuera una sentencia de muerte. Pero esa tarde, miércoles si mal no recuerdo, Yilbert estaba defendiendo el arco como un gato patas arriba. Metía un pie, el otro, se volteaba, se caía, se volvía a levantar, vale mencionar que la jugada era poco estética, nada de “jogo bonito” ni tiki taka, era la sobrevivencia en su esplendor.

 

Repentinamente, su poco dotada pierna derecha, hace un movimiento que no solo le saca la pelota acosadora a Kenny, su otro hermano, sino que al mismo tiempo la envía suavemente al arco contrario, donde estaba yo sacando provecho de la ausencia de Fuera de Lugar. Con el arco vacío y el resultado 3 a 2 a favor otro gol aseguraría nuestra victoria. Todo fue en cámara lenta, la pelota brincando sobre el empedrado y al fondo, sí al fondo, en el otro arco, Yilbert levantando las manos para celebrar el gol, pero cuando la pelota se acercaba al arco contrario para sellar el 4 a 2, aparece mi pierna de “Killer” y la envía al fondo de la red.

 

Nunca me di la vuelta para saber si Yilbert había bajado las manos o no, no es lo mismo un gol propio que uno del compañero, más allá de esas declaraciones post-partido de que lo más importante es el equipo. Kenny, entre el dolor de ese 4 a 2 y jugando para el equipo contrario, me recrimina levemente que ese gol era de Yilbert, su hermano, quizá era su mejor consuelo ante la derrota.

 

Fuimos a la final y Atlético apenas pudo sellar el segundo puesto a pesar de que esa final habíamos jugado ambos tiempos de 15 minutos con camisas de vestir a rayas como para no tener que usar traje de gala más tarde en la gala de premiación. Aquel gol, fue 1 de los 3 en ese torneo.

 

Nunca me disculpé con Yilbert, realmente nunca supe sí quiso aquel gol como un registro personal, sí lo celebró con la misma vehemencia. No recuerdo cuantos goles hice, pero aquella jugada, con aquella precisión, dirección, suavidad, discreción o timidez, la convirtió en lo que los futbólogos llaman ocasionalmente, la asistencia perfecta.