El árbitro y el hijo de p…

 

Era el segundo partido consecutivo de Estudiantes de Mérida FC, en el viejito estadio Guillermo Soto Rosa, y no por ser viejito lo hace mejor ni peor, pero siempre viene acompañado de un recuerdo, algunos buenos otros no mucho. Me gusta la experiencia de volver a ese estadio en algunas ocasiones, porque es pequeño y repentinamente se transforma en la concha acústica de Sidney. En ocasiones puedo escuchar el chasquear de los dedos de los jugadores o el cuerpo técnico. La verdad no me gustaría estar en cancha porque el suspiro vulgo de algunos aficionados será como aquella mosca que ronronea nuestro oído, mas aún en la obscuridad.

 

Y mis recuerdos runrunean por un tiempo. Yo diría un largo tiempo. No me refiero al tiempo que paso recordando, sino a la larga data del mismo, porque no fue ayer. Fue mucho antes, algo así como un rosario, entre una gloria y la otra. Entre la gloria del equipo en los 80 y la de finales de siglo pasado. Estudiantes había comenzado la temporada con cierta expectativa. Llegaba Alfredo López, un entrenador uruguayo con experiencia en Copa Libertadores y en la fecha cinco ya se había montado en el segundo lugar, sólo detrás de otro equipo merideño, ULA FC.

 

Reconozco que Omar Peña, flamante conductor de Deportivas TAM, había colocado a Estudiantes de segundo, utilizando una variable conocida, pero no válida, el sentimentalismo. Realmente Estudiantes era tercero, porque Marítimo tenía similar cantidad de puntos y el gol average le favorecía. Estudiantes había comenzado esa temporada siendo goleado 4-0 por Unión Deportiva de Lara. Pero una fecha después, Estudiantes empató con ULA en el Clásico de la Montaña, un equipo que a la postre sería campeón, y una jornada posterior derrotó a uno de los equipos mejor armados que he visto en el fútbol nacional, Unión  Atlético Táchira, con cinco jugadores de la vinotinto y un jugador que venía de ser mundialista con la sorprendente Colombia en el mundial de Italia 90, “Barrabás” Gómez.

 

Eso animó a la gente, pero la dicha de ver al equipo en Libertadores, no llegaba, y la irregularidad estaba en la nómina. Se perdía de local o se ganaba de visitantes, realmente el rumbo del equipo era como ir a Alaska en una carretera de tierra donde las piedras sobraban. Cada partido se convertía como una moneda al aire y ya cada resultado que pasaba era asumido con naturalidad.

 

Ese camino a Alaska, se me olvidaba decirlo, era en carreta con cuatro caballitos de fuerza. Caballos sin herradura y con los ojos tapados. Hoy se le ganaba al primero y mañana perdíamos contra los del descenso. Llegaba una nueva fecha y había un equipo que por vez primera buscaba llegar a Libertadores. Tenía una Copa Venezuela, pero aun no gozaba de títulos ni participaciones internacionales. Para esa época, la Copa Venezuela servía de pretemporada y el trofeíto a veces lo quitaban de la mesa porque le estorbaba al diploma de la Liga. Atlético Zamora, venía a sumar, necesitaba ganar para seguir en la pelea con Marítimo y ULA.

 

El mensaje de la gente de ULA era que Estudiantes le ayudara a quitar presión. Aunque Estudiantes hacía oídos sordos, igualmente quería ganar para sumar su tercer triunfo consecutivo, Portuguesa en Acarigua y Mineros en el Soto Rosa, habían saboreado la derrota. Y no tanto por eso, sino que Estudiantes tenía la misma cantidad de triunfos que los equipos a descender, pero la suma de los empates salvaban el equipo. Era una de las primeras veces que veía aficionados del Zamora en el Soto Rosa, los ubicaron en la tribuna mas nueva y a pesar de lo ruidosos, no pudieron logra su objetivo y sólo vinieron a celebrar el día de la madre en una tarde de mayo.

 

Nosotros queríamos el triunfo, era viable y aunque el equipo de Barinas tenía nómina para ganar, Estudiantes también tuvo su oportunidad. La mejor de ellas, cerca de terminar el encuentro, se presentó frente a la arquería que está en la curva. No recuerdo quien logró llevar la pelota hacia el área que defendía el arquero del Zamora, pero justo cuando estaba a punto de patear la pelota, cuando ya Fasciana, arquero barinés, escuchaba nuestro grito de gol, porque en realidad  ya nos habíamos levantado de la grada, ya habíamos empuñado nuestras manos en señal de victoria y gritar el gol, el referí detuvo el juego.

 

No era fuera de lugar, no era empujón, ni una invasión de la aún naciente Burra Brava. Todos nos quedamos perplejos, el pitazo del “hombre de negro” como se le llamaba en esa época, nos hizo soltar un quejido, un recordatorio a su progenitora. Le pusimos el oído a la radio para entender que había pasado y sólo nos alcanzó para darnos cuenta del hijo de perra que se atravesó frente al área, quizás huyendo de no convertirse en pincho, buscando a su amo o arañado por un felino. Algunos jugadores de Estudiantes corretearon al perrito, los de Zamora emocionalmente lo abrazaron porque le permitieron seguir soñando, pero a final de cuentas, ese empate sacó a los barineses de carrera y tuvieron que esperar casi 20 años para volver al sueño de Libertadores.

 

@jesusalfredosp