La sub 20 y la camioneta mimada de papá

 

A pesar de que en mi casa se tenía un cierto recelo a los colombianos de parte de mi padre, yo agradecía estar cerca de la frontera. Agradecía dejar colar una emisora colombiana luego de dar perillazos a la vieja radio de mi madre, porque era la única manera de escuchar la Copa América o algún torneo sudamericano. Realmente sería un espectáculo verme agachándome a escuchar la radio cada vez que se oía un ruidito, una bullita, una señal de que el juego lo estaban transmitiendo, pero esa noche fue imposible, esa noche no sé si era la lluvia que alejaban las ondas herzianas, pero no hubo manera.

 

La radio alimentaba mis deseos baratos de escuchar los juegos de fútbol, porque en realidad en la década del 90 siempre salíamos con las tablas en la cabeza, bueno, no siempre, no en ese torneo sub 20 en particular, puesto que ya habíamos dado un pequeño golpe a la mesa, pero esa noche buscábamos algo más, buscábamos derrotar no a la canariña, a la que siempre nos había humillado aquí, allá, en marte, en cualquier lugar donde hacían una cancha aparecían los brasileños y nos metían un baile y obvio muchos goles, y la que días antes nos había metido 10 goles, si, diez. Me dicen que el primero fue en el camerino, el segundo cuando sonaba el himno, creo que luego de muchos años ha sido la única manera de explicar semejante cantidad de goles para una generación que años después fue parte del cambio.

 

Mi mamá tenía un radiecito en el lavadero, un radiecito fiel a las emisoras de onda corta. Para los poco expertos y mas actuales oyentes, me pongo el traje de técnico en telecomunicaciones y les digo que las emisoras de onda corta eran radios de cualquier lugar del mundo, que tenían un tipo de señal diferente y su alcance no dependía del lugar, sino que llegaba a cualquier parte del mundo. Era así como se escuchaba Caracol O RCN de Colombia, aunque repito, esa noche el radiecito jugó con mi desesperación a sabiendas de lo fiebrudo que yo era con los juegos de la selección.

 

Una vez se me ocurrió escribir que la inspiración es una mariposa que se posa sobre quien se encuentra trabajando. Bueno, trabajando no, pero al menos buscando que hacer. Empecé a mover el radio, desde la lavadora hasta el lavadero, lo ponía arriba, abajo, en cualquier posición y cuando finalmente le llegaba la onda, salían los comerciales colombianos, que si me preguntan, casi que los recuerdo a la perfección. El patio de mi casa tiene una parte con techo y la otra destapada. La lluvia arreciaba y me imaginaba que la vehemencia  era similar a la intensidad de los goles con que Brasil nos estaba azotando. Mis zapatos ya se mezclaban con el  agua y entre lo estruendoso del agua y la pésima señal de la radio, empecé a buscar opciones.

 

Empiezo mi tour por la cocina y tomo el radio que allí estaba, pero decir que hubo un ruidito sería mentir. Ni un ruido del grillo salía del transistor. Antes de caminar a buscar mas radios, pongo a correr mi imaginación y como foto mental paseo por cada una de las siete habitaciones de la casa y las únicas opciones que tenía ya habían sido infructuosamente probadas. Me decía a mi mismo que no me podía acostar con la duda, que me pegaría a los noticieros de media noche en las radios colombianas que siempre guardaban un buen espacio para el deporte.

 

Dicen que los gringos metieron un espía entre los rusos y descubrieron que el desafío mas grande que enfrentaron fue hacer anotaciones con lapicero mientras estaban en el espacio, me imagino que por el tema de la gravedad y los norteamericanos lo solucionaron escribiendo con lápiz. Bien, con esto quiero decir que la solución está allí, pero nos limitamos a pensar diferente pero en lo mismo. Por eso, cuando mi mente empieza a buscar las opciones recuerda que en la casa, en el mismo lugar donde había pasado la última hora tratando de buscar la señal de la radio para escuchar el juego de Venezuela contra Brasil en el campeonato sub 20 que se realizaba en Chile durante el verano sureño de 1997, había un carro que mi papá lo cuidaba con un cariño especial.

 

Una Chevrolet Lumina de 1992, vinotinto, parecía un helicóptero por la forma aerodinámica para la época, bien lustrada, olor a nuevo, pisos limpiecitos y ………..un radio. ¡Si, un radio!,  pero no era cualquier radio, no. Mi papá creo que tenía una frustración con que le partieran la antena de los carros, porque cuando no mas compró esa camioneta dijo que la antena estaba en los vidrios que ya nadie se la iba a partir, así que supongo era cierto y lo mejor de todo es que ese radio tenía un no sé que, porque en las noches, cuando las antenas que emiten señales de onda corta se encienden, este radio agarraba señal de innumerables emisoras que no eran de la ciudad y lo mejor de todo, emisoras colombianas.

 

Busco la llave, muy guardada en el pantalón de mi papá, quien siempre fue de liviano dormir. No recuerdo de los pormenores de entrar al cuarto, abrir el bolsillo, tomar la llave y bajar al garaje a encender el carro, o bueno a pasar la llave para que encendiera el radio. Cuando abro la camioneta, afortunadamente sin seguro sonoro o alarma, busco la switchera para encender el radio. Empiezo a manipular el aparato con unos botones que para la época era una novedad y como era poco lo que operaba ese carro, ese detalle fue una odisea. Pero finalmente empiezo a buscar la señal del juego y bingo, allí estaban, en lo que eran para mi los narradores mas elocuentes que había escuchado a la época, detallando jugadas y  entre una y otra los fulanos comerciales, pero ya sabía que estaban allí, que en cualquier momento sabría el resultado y el tiempo restante para terminar el juego.

 

Los narradores hablaban y mi emoción de escuchar el juego estaba en manos de ellos, si el resultado era favorable a Brasil, eso archivar ese juego en la abultada carpeta de decepciones y humillaciones. Un resultado diferente me haría tomar la carpeta empolvada, con poco peso, casi vacía de las glorias vinotintos. Y anuncian el tiempo de juego, casi 90, y dan la cancioncita del marcador, y yo frente a la radio, con todas las luces apagadas, la del carro, la del estacionamiento para no levantar sospecha pero nada de eso sirvió, mis ojos se iluminaron cuando el comentarista dice, Brasil 2, Venezuela 2.

 

Hay gente que lo ve normal, pero en esa época, eso era un record, un hecho histórico que apenas lo vengo a compartir libremente 20 años después con alguien, pero ¿A quién le decía yo que le estábamos empatando a Brasil?. Mi mamá no lo entendería, mi papá me regañaría por agarrar la llave del carro sin permiso y mi hermano, siempre compañero de fútbol, no estaba.

 

A la mañana siguiente, mi papá trasteaba en las mañanas, ese sonido de herramientas y vainas raras me despertó. Salgo y me entero de que el carro no encendía. Que la batería se había descargado. No encendía el carro mimado de mi padre. ¿Será el alterador? Se preguntaba, sin remota respuesta porque era un carro de buen cuidado. Les digo que sacarle la batería a ese carro ameritaba un esfuerzo similar al que hizo “Cari Cari” Noriega para meterle 4 goles a Brasil en dos juegos durante ese torneo. 2 goles cuando perdieron diez a dos, y otros dos la noche anterior de la descarga de la batería. En algún lugar de Brasil deben guardar ese récord así como los dos goles en menos de un minuto que Pedro Felipe Camacho le hizo a Flamengo en el Maracaná, aunque la derrota fue 8-2 ante Minerven.

 

Mi hermano, ya en casa, se esmeraba por ayudar a mi padre. Yo poco consecuente con ese tipo de actividades me alejé, pero al ver una oportunidad le comenté a mi hermano que Venezuela había empatado con Brasil. Se sonrió y me preguntó los detalles del juego, pero le dije que poco lo había escuchado, porque al radiecito le había dado la loquera y no había podido escucharlo allí. Entonces vino la pregunta suicida. ¿Dónde escuchaste el juego? Miro alrededor, bajo la voz, trago saliva, y dije sin mucho detalle, en la Lumina, la camioneta de papá, la misma por la que él estaba llevando regaños sin sentido.

 

La alegría de mi hermano se disipó y dijo que lo mejor era comentarle  a mi papá para que no se preocupara, pero yo, con aquellos deseos inmensos de driblar un regaño, lo encomié a que muriera con las botas puestas, como la vinotinto de Leo Jiménez, Cari Cari, “Pelecito” García, Javier Toyo y compañía.